El silencio de la desgracia
¡De verdad, son muchas las personas satisfechas y felices! ¡Qué fuerza aplastante! Echen un vistazo a esta vida: la impavidez y holgazanería de los fuertes, la ignorancia y borreguismo de los débiles, por todas partes una pobreza insoportable, estrecheces, degeneración, borracheras, hipocresía, falsedad... Y entre tanto, en todas las casas y en todas las calles reina el silencio, la calma, y de los cincuenta mil habitantes de esta ciudad no hay ni uno que grite, que alce su voz indignada.
Los hombres que vemos son aquellos que van al mercado a hacer la compra, los que de día comen, los que de noche duermen; vemos a los que van por ahí diciendo tonterías, se casan, envejecer y llevan apacibles al cementerio; pero no vemos ni oímos a los que sufren. Todo cuanto de pavoroso tiene la vida ocurre no se sabe muy bien dónde, como quien dice tras bastidores. Todo es silencio y calma; sólo protestan las mudas estadísticas: tanta gente se ha vuelto loca, se han bebido tantos baldes de vodka, tantos niños han muerto de desnutrición... Y este orden de cosas parece necesario; el hombre feliz, al parecer, se siente bien porque los desgraciados arrastran en silencio su duro destino y porque sin este silencio la felicidad sería imposible. Es como una hipnosis colectiva.
Haría falta que tras la puerta de cada hombre feliz y satisfecho hubiera alguien con un martillito que le recordase continuamente con sus golpes que existe gente desgraciada, que la vida, por feliz que sea, tarde o temprano le enseñará sus garras y la desgracia -la enfermedad, la pobreza, la muerte- caerá también sobre él, y entonces nadie lo verá ni lo oirá, como ahora él tampoco oye, ni ve a los demás. Pero no tenemos a este hombre del martillo. El hombre feliz sigue su vida, los pequeños quehaceres de cada día le afectan muy por encima, como a la encina el viento. En resumen, todo está a pedir de boca.
Extracto de "La grosella" en Cuentos Imprescindibles de Antón Chéjov, Editorial Lumen.