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lunes, noviembre 28, 2005

Aproximaciones al desarraigo (4)

Una breve historia de la información

Hacia fines de la Segunda Guerra Mundial, la simulación de las trayectorias de misiles de medio y largo alcance, así como la modelización de las reacciones de fisión dentro del núcleo atómico, generaron la necesidad de medios de cálculo algorítmicos y numéricos de mayor potencia. Gracias, en parte, a los trabajos teóricos de John von Neumann, aparecieron los primeros ordenadores.

En esa época, el trabajo de oficina se caracterizaba por una estandarización y una racionalización menos avanzadas que las que dominaban la producción industrial. La aplicación de los primeros ordenadores a las tareas gestión se tradujo de inmediato en la desaparición de la libertad y la flexibilidad a la hora de poner en práctica los procedimientos; en resumen, en una proletarización brutal de la clase de los empleados.

En esos mismos años, con un cómico retraso, la literatura europea se enfrentó a una nueva herramienta: la máquina de escribir. El trabajo indefinido y múltiple sobre el manuscrito (con sus añadidos, llamadas y apostillas) desapareció en beneficio de una escritura más lineal y anodina; de hecho, se siguieron las normas de la novela policíaca y del nuevo periodismo norteamericanos (aparición del mito Underwood; éxito de Hemingway). Esta degradación de la imagen de la literatura llevó a muchos jóvenes dotados de un temperamento "creativo" a dirigirse a las vías, más gratificiantes, del cine y la canción (vías muertas, finalmente; la industria norteamericana del entretenimiento comenzaría poco después a destruir las industrias de entretenimiento locales; un trabajo que ahora estamos viendo rematar).

La repentina aparición del ordenador personal, a principios de la década de los ochenta, puede parecer una especie de accidente histórico; no corresponde a ninguna necesidad económica y es inexplicable si dejamos a un lado consideraciones como los avances en la regulación de las corrientes débiles y el grabado fino del silicio. De manera inesperada, los empleados y ejecutivos de nivel medio se encontraron en posesión de una poderosa herramienta de fácil uso, que les permitía recuperar el control -de hecho si no de derecho- de los principales elementos de su trabajo. Durante varios años se libró una lucha sorda y poco conocida entre las empresas de informática y los usuarios "de base", a veces respaldados por equipos de informáticos apasionados. Lo más sorprendente es que poco a poco, tomando conciencia del coste y de la baja eficacia de la macroinformática, mientras que la producción en serie permitía la aparición de materiales y de programas burocráticos fiables y baratos, las empresas se pasaron al campo de la microinformática.

Para los escritores, el ordenador personal fue una liberación inesperada: se perdía la soltura y el encanto del manuscrito, pero por lo menos era posible dedicarse a un trabajo serio sobre un texto. En esos mismos años, diversas estadísticas hicieron creer que la literatura podía recuperar parte de su prestigio anterior; menos por méritos propios, eso sí, que por la autodisolución de actividades rivales. El rock y el cine, sometidos al enorme poder de nivelación de la televisión, perdieron poco a poco su magia. Las antiguas distinciones entre películas, videoclips, informativos, publicidad, testimonios humanos o reportajes empezaron a desaparecer en provecho de una noción de espectáculo generalizado.

La aparición de las fibras ópticas y el acuerdo industrial sobre el protocolo TCP-IP, permitieron, a principio de la década de los noventa, la aparición de redes intra y, más tarde, interempresariales. Convertido en una simple estación de trabajo en el seno de unos sistemas cliente-servidor de mayor fiabilidad, el ordenador personal perdió cualquier capacidad de tratamiento autónomo. De hecho, se produjo una normalización de los procedimientos dentro de unos sistemas de tratamiento de la información más móviles, más transversales, más eficaces.

Omnipresentes en las empresas, los ordenadores personales habían fracasado en el mercado doméstico por motivos que más tarde se analizarían claramente (precio todavía elevado, carencia de utilidad real, dificultad de utilización si el usuario está tumbado). A fines de la década de los noventa aparecieron los primeros terminales pasivos de acceso a Internet; desprovistos, en sí mismos, tanto de inteligencia como de memoria, y por lo tanto con un coste de producción unitaria muy bajo, estaban concebidos para permitir el acceso a las gigantescas bases de datos constituidas por la industria norteamericana del entretenimiento. Provistos de un dispositivo de telepago por fin seguro (al menos oficialmente), estéticos y ligeros, se impusieron con rapidez, sustituyendo a la vez al teléfono móvil, al Minitel y al mando a distancia de los televisores clásicos.

Inesperadamente, el libro se convirtió en un vivo foco de resistencia. Hubo tentativas de almacenamiento de obras en servidores de Internet; el éxito sigue siendo confidencial y limitado a las enciclopedias y las obras de referencia. Al cabo de unos años, la industria tuvo que reconocer que el objeto libro, más práctico, atractivo y manejable, conservaba el favor del público. Ahora bien, cada libro, una vez comprado, se convertía en un temible instrumento de desconexión. En la química íntima del cerebro, la literatura había sido capaz, en el pasado, de ganarle a menudo la carrera al universo real; no tenía nada que temer de los universos virtuales. Así empezó un período paradójico, que todavía dura, en el que la globalización del entretenimiento y de los intercambios -en los que el lenguaje articulado ocupa un reducido espacio- iba a la par con un resurgimiento de las lenguas vernáculas y de las culturas locales.

Texto de Michel Houellebecq